Tuesday, February 14, 2017

LOS QUESOS

Mi amiga Pereiruin y yo, en aquellos años de nuestra temprana adultez, siempre estábamos buscando la forma de ganar dinero de alguna manera.
Fue así como llegamos con un profesor de su hermano que, muy hábilmente, contrataba estudiantes en nuestra misma situación, y nos daba cada sábado una hielera llena de hielos y de trozos de diferentes tipos de quesos, para que los vendiéramos a quienes quisiéramos a cambio de una comisión.
Las primeras veces todo fue como nos habían indicado: elegir una zona en la que aun no tuvieran clientes, después empezar a tocar puertas para ofrecer nuestros productos, exactamente como lo hacían los vendedores de aspiradoras de las caricaturas de nuestra niñez, a los que les cerraban la puerta en la cara. 
Debo decir que éramos muy formales, y gracias a esa formalidad no solo no nos cerraron las puertas, sino que hicimos muchos clientes.
Este negocio del queso lo ampliábamos con huevo que conseguíamos con el tío de alguien, y panqués de nata que hacía la esposa del profesor y que eran una verdadera delicia.
Cada sábado, cuando considerábamos que ya habíamos vendido lo suficiente, regresábamos los quesos que nos había sobrado y pagábamos los vendidos, quedándonos Pereiruin y yo con nuestra ganancia, que dividíamos mitad y mitad.
En realidad, a pesar del intenso calor de ese verano, no dejábamos a nuestros clientes sin queso, huevo o panqués.
De esta etapa de "los quesos" hay dos anécdotas que aun recuerdo:
En una ocasión ya habíamos terminado nuestras ventas sabatinas y estábamos afuera de la casa de Pereiruin bajando unas cajas de huevo de mi coche. Pereiruin tomó la última caja y yo rápidamente cerré la cajuela, que por alguna incomprensible razón para mi cerebro, no cerró, quedándose como a medio camino. Acto seguido, vi a Pereiruin caminando de una manera muy extraña, aun llevando, con los brazos abiertos, la enorme caja de huevo.
La miré, no entendiendo por qué todo estaba raro de repente, y fue hasta que Pereiruin se quejó que entendí que lo que había evitado que se cerrara la cajuela había sido su cabeza.
Hoy me sigue dando risa esa imagen de Pereiruin, dando pasos como de borracho, cargando la caja como si su vida dependiera de eso y sin poder sobarse el gran golpe que, sin querer, yo le había dado. Por si en algún momento notaste un cambio en Pereiruin, tal vez ahora comprendas cuál fue la verdadera razón. Pobrecita, le debe haber dolido horrible y, a pesar de eso, seguimos siendo amigas. Aunque debo decir que, por un tiempo tuvo cierta desconfianza a acercarse a mi cajuela si yo estaba cerca. 
Otro sábado, después de terminar nuestras ventas y con la satisfacción del deber cumplido, decidimos darnos un gusto. A Pereiruin la habían invitado a una comida en un rancho no muy lejano, y ella, por ser mi amiga, me invitó a mí. Ingenuamente decidimos ir primero a la "comida" y después a regresar los quesos. Y digo ingenuamente, pues la comida se convirtió en cena y nosotras, de tan divertidas que estábamos, no volvimos a pensar en el queso sino hasta muchas horas después. De hecho, si volvimos a pensar en el asunto, fue porque cuando regresamos al coche de Pereiruin para irnos, vimos la hielera en el asiento de atrás.
—¡Oh no! —exclamamos las dos al abrir la hielera y ver a los pobres quesos flotando en un charco tibio de lo que en la mañana habían sido hielos.
Bueno, la verdad es que exclamamos algo peor, y fue entonces que nos dimos cuenta de que nuestra larga conversación durante la "comida" acerca del tamaño de los pies de los aztecas, basándonos en el tamaño de los escalones de la Pirámide del Sol era total y absolutamente intrascendente, pues la fuente de nuestros ingresos estaba en peligro.
Además, para colmo de males, nuestra intención de ir a casa del profesor a las 11 de la noche a regresar la hielera, tampoco pudo ser, pues misteriosamente metros y metros de alambre delgado estaba enredado en las llantas del coche de Pereiruin. Quién sabe cómo sucedió y quién sabe cómo logramos quitarlo. 
Pasado el primer momento, y cuando nos dimos cuenta de que el queso tendría que ser regresado hasta el día siguiente (lo que era mucho mejor, pues estaría frío y seco), Pereiruin y yo retomamos el tema de los pies de los aztecas y mientras jalábamos pedazos de alambre, imitábamos entre carcajadas a un azteca bajando la escalera con los pies totalmente de lado.
¿Los quesos?
Los guardamos en los refrigeradores de nuestras casas y al día siguiente lo devolvimos. Aceptamos el regaño del profesor y prometimos no volverlo a hacer, promesa que no cumplimos.
¿Los aztecas?
Quién sabe cómo bajaban, hasta la fecha no nos hemos puesto de acuerdo sobre cómo usaban los escalones. Tal vez tenían los pies tan pequeños que podían bajar de frente.
¿O tal vez subían y bajaban de puntitas?

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