En mi casa, la única regla para poder tener coche era
muy simple: haber terminado preparatoria.
En mi caso, el coche lo recibí unos pocos meses antes
de graduarme. Me imagino, nunca le he preguntado a mi mamá, que fue porque era
obvio que terminaría. Aunque también puedo suponer que estarme llevando a la
escuela todos los días la había cansado y manejar esos pocos kilómetros me
serviría de práctica para cuando fuera a la universidad.
Después de mí, tocó el turno a mi hermano Luis y no
recuerdo cuál fue la descabellada razón por la cual él buscó su propio coche,
pues no tenía la menor idea ni de motores, ni de compra-venta de vehículos,
además de ser en extremo inocente.
El caso es que Luis se lanzó a la búsqueda del coche
de sus sueños. Buscó y buscó.
Y un buen día, nos anunció, emocionado, que al fin lo
había encontrado, que era el coche perfecto. Que era tan maravilloso, que
incluso lo había dejado apartado, dejando en prenda el reloj Rolex que había
heredado de nuestro padre.
¡¿QUÉ?!
No podíamos creer lo que había hecho.
No quería que nadie le ganara el extraordinario coche
amarillo, cuyo único defecto era oler un poco mal, pues dentro había un poco de
basura.
Pero ¿qué importa? Se limpia y ya.
Afortunadamente el dueño del maloliente coche era
sucio, pero honrado, y el valioso reloj regresó a su dueño sin haber sufrido
ningún percance.
Por fin llegó Luis a la casa conduciendo su primer
coche.
¡Qué feliz estaba!
Recuerdo el orgullo con el que lo estacionó en el
garage y se dispuso a limpiarlo. El coche no tenía “un poco de basura”, de él
salieron toneladas, nada más de la que estaba sobre los asientos o en el piso y
la cajuela, pero la verdadera razón de la pestilencia del coche se escondía
debajo de los asientos: allí había por montones: pedazos de pan, dulces,
envolturas, vasos desechables, colillas de cigarrillos, chicles masticados y
petrificados y trozos de materia orgánica inidentificable. Y junto con todo
esto, una sorpresita de la cual el dueño anterior jamás habló:
¡Cucarachas!
Sí, el extraordinario coche de Luis tenía una invasión
de cucaracha alemana.
− ¡Qué
asco! −dijimos todos en cuanto lo supimos.
Desgraciadamente, ya no había nada que hacer.
− Véndeselo
a alguien más −opinó algún conocido.
Pero Luis se negó. Acabaría con ellas.
A fin de cuentas, el hombre que más sabía de plagas en
México vivía en nuestra casa. Nuestro padrastro era el dueño de la más grande
compañía de control de plagas que ha habido en este país.
Pero ni Luis, ni nuestro padrastro contaban con un
pequeño detalle: las cucarachas darían batalla, no soltarían tan fácilmente su
apestoso hogar.
Así, muchas fumigadas después, el coche de Luis ya no
olía a basurero, sino a bote de insecticida, lo cual no hubiera estado mal si a
cambio se hubieran eliminado las cucarachas, pero no fue así.
Siempre que pude, evité subirme a ese coche, pero a
veces tuve que hacerlo y no era agradable sentir cosquillitas en una pierna, en
un brazo o en la mano. No nos explicamos cómo fue que sobrevivieron al
tratamiento extremo de aniquilación, pero lo hicieron.
Finalmente, Luis se dio por vencido y aprendió a
convivir con ellas por el no tan corto tiempo que fue dueño de ese coche. A fin de cuentas, ellas habían sido dueñas del maravilloso
coche amarillo antes que él. Y yo, por seguridad, estacionaba mi coche naranja
lejos del de Luis, no fuera a ser que las pequeñas y compartidas cucarachas
quisieran mudarse a un nuevo hogar o mandaran a sus hijas a estudiar a otro
coche.
SILVIA RAMÍREZ DE AGUILAR P.
Hola Miguel!! Qué bueno que lo estás disfrutando!!
ReplyDeleteMuchas gracias!!