Friday, April 3, 2015

ESCLAVO POR UN DÍA



- ¡Porfa, no le digas a mamá!

Así era como empezaba todo. Así era como caíamos, mis hermanos y yo, en las garras del hermano que sabía la terrible cosa que habíamos hecho, ya sea a propósito o por accidente.

Y es que, cuando eres niño e incluso adolescente,  lo último que quieres es que tus papás descubran alguna de tus travesuras o desobediencias. No quieres ser castigado, no quieres ser regañado y, lo peor de todo, no quieres, por ningún motivo, que se decepcionen.

En mi caso, me daba terror ver enojada a mi mamá, ver que el verde de sus ojos se hacía más intenso y saber que desde ese enojo iba a decidir qué castigo me merecía. Eran momentos muy incómodos, en los que deseaba no haber hecho aquello que había hecho.

Pero peor que el enojo, era ver cómo digería la información, se daba cuenta de que había hecho algo imperdonable, entendía que lo que pensaba de mí estaba equivocado, que me había puesto en un lugar que no era el que me merecía y casi podía ver cómo me derrumbaba al fondo del abismo, al tiempo que movía ligeramente la cabeza de un lado al otro, como diciendo "no es posible", como negando la infame verdad que se presentaba ante sus ojos. Me sentía diminuta, indigna, con unas ganas enormes de poder regresar en el tiempo, como en "El Túnel del Tiempo" y arreglar eso que la había hecho sentirse decepcionada.

Es por esto que, cuando veía la más mínima posibilidad de escapar del enojo o de la decepción, hacía lo que fuera. Así es como terminaba en manos de alguno de mis hermanos. Tampoco era un camino fácil, pues el hermano que sabía lo que había hecho, aprovechaba la oportunidad como si se la debiera, y me hacía pagar muy, muy caro el guardar el secreto de mi grave falta.

- Porfa, porfa no le digas a mamá –suplicaba yo.

- ¿Qué me das? - preguntaba, sabedor de que le daría lo que fuera con tal de que mamá no supiera que había roto un adorno de la sala por estar jugando.
- ¿Qué quieres?  

El tiempo que tardaba en contestar a mi pregunta era eterno. El hermano, poseedor de mi secreto, recorría con la mente todas mis posesiones. Descartaba la mayoría, se detenía unos segundos evaluando una que otra y yo esperaba que terminara el típico sonido de pensar, un “mmm” continuo, que subía y bajaba de volumen conforme las ideas pasaban por su mente.

De repente, el “mmm” se detenía, era la señal de que había tomado una decisión.

- ¡Ya sé! -decía, triunfante, con una sonrisa maligna- Vas a ser mi esclava por un día.

Justo lo que yo no quería, ser esclava era terrible. Prefería darle mis colores nuevos, mi domingo o, incluso, mi boligoma. Pero no me quedaba más remedio que aceptar si no quería ver a mi mamá decepcionarse de mí.

Ser esclava no era fácil, tenía que estar al pendiente del más mínimo deseo de mi tirano hermano, mi amo y señor a partir de ese momento.

- Tráeme un vaso de agua.

- Quítame los zapatos.

- Recoge mis juguetes.

- Corre alrededor del garaje mmm tres veces. No, mejor cinco.

Y mis otros hermanos, los que no sabían mi secreto, me veían como si de repente me hubiera vuelto loca, corriendo sudorosa alrededor de los coches.

Todo lo hacía obediente, hasta que…

- Bésame los pies.

- ¡¿Qué?! ¡Guácala!

Prefería que mi mamá lo supiera todo. ¿Besarle los pies? ¡Fuchi!

Y en ese momento me daba cuenta de que el adorno de la sala no era tan importante.

- Mejor acúsame.

- No, no. Mejor nada más ve por unas galletas –decía mi hermano, viendo que la esclava se le empezaba a sublevar.

Aquí era donde yo tomaba el control de la situación.

- Ya no quiero ser tu esclava, ya me cansé.

Y me iba a jugar a otro lado.

Era maravilloso tomar el control.

Veía cómo se quedaba muy triste por haber perdido a su esclava. Pero no me acusaba, pues su interés no era acusarme, al menos no era el interés de la mayoría de mis hermanos.

Con el tiempo aprendí a tener el valor para decir “yo lo rompí” desde el principio. No hay nada más liberador que dar la cara para que otros no te esclavicen y te puedas ir a jugar a otro lado con la conciencia tranquila.

Sin embargo, debo reconocer que me encantaba tener un esclavo, poder mandar a uno de mis hermanos de aquí para allá a hacer cosas inútiles durante todo el día. Bueno… no todo el día, pues el poder es embriagador y siempre había un momento en el que terminaba excediéndome con mi esclavo, quien me mandaba a volar y se iba a jugar a otro lado.

¿Y si todos mandáramos a volar a nuestro actual amo y señor y nos fuéramos a jugar a otro lado? ¡Qué liberador sería!


SILVIA RAMÍREZ DE AGUILAR P.



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