Friday, December 26, 2014

NAVIDAD


Cuando mis hermanos y yo éramos niños, esperábamos con ansias las vacaciones. Las de Semana Santa nos gustaban porque venía el Conejito, las de verano porque eran muy largas, pero las de Navidad eran, sin lugar a dudas, las mejores y más esperadas.

El clima te hacía sentir la llegada de muchas sorpresas. Había olores en el aire, con los que ninguna otra época del año podía siquiera competir: las galletas horneándose, el pavo, el bacalao, la chimenea, el pino.

La casa se transformaba: en el hall de la entrada, el arbolito estaba prendido casi todo el tiempo y sus luces se reflejaban en los múltiples regalos. Y verdaderamente eran múltiples, pues a mi papá, famoso periodista en los años sesenta, le llegaban canastas y más canastas de regalo. Era difícil cruzar el hall, pues los regalos abarcaban fácilmente unos cuatro metros desde el árbol hacia la puerta de entrada.

A nosotros, a mis hermanos y a mí, nos daba mucha emoción que llegaran nuevas canastas, aunque no fueran para nosotros.  No nos interesaban las botellas de cognac, whisky ni cualquier otro licor,  ni las latas de foie gras, las peladillas, los mazapanes de figuritas o los frascos de marron glacé, mucho menos los turrones, las nueces ni las aceitunas. Lo que realmente nos interesaba, y por lo que metíamos los dedos entre el celofán y la canasta, aunque la canasta nos picara los dedos, eran los chocolates que había sobre el heno que las canastas solían tener en el fondo. Era un trabajo difícil, en el que las nueces nos dificultaban la maniobra. Pero después de mucho intentarlo, sentados sobre el piso frío del hall, haciendo como si admiráramos el árbol, por fin lográbamos sacar los chocolates.
Ningún adulto se enteraba de esos pequeños hurtos, pues nos cuidábamos mucho de esconder los aluminios de colores que servían para envolverlos, además de que ellos ni cuenta se daban de la existencia de esos chocolates.

Ahí no terminaban nuestras travesuras navideñas: con mucho cuidado nos metíamos debajo del árbol de Navidad para buscar nuestros regalos, los que tenían nuestro nombre y que estaban ahí durante días, pues nuestras abuelas y tías los traían a la casa desde antes.

¿Creían que resistiríamos la tentación?

¡Por supuesto que no!

¿Qué niño podría?

Con mucho cuidado despegábamos la cinta adhesiva que habían usado para pegar el papel que envolvía el regalo, pero debo reconocer que esta técnica no era muy efectiva, pues el papel se dañaba o se rompía y era muy difícil que el regalo se viera intacto.

Así es que tuvimos que mejorar las técnicas de espionaje y ahí fue donde fue muy útil una pequeña navaja que mi papá me había comprado en el mercado en Tepotzotlán. Era amarilla y la navaja estaba un poquito floja, pero era de mis posesiones más valiosas. Valía cada centavo que mi papá había pagado por ella. La usaba para cortar plastilina en rebanadas, para separar las hojas de los libros que aun las tenían dobladas y, obviamente, para abrir los regalos de Navidad.

Era una técnica muy simple que nos enseñó mi hermano mayor. De hecho, creo que fue lo único útil que nos enseñó. Se trataba de cortar con la navaja un cuadrado del papel de un lado de la caja del regalo, ver de qué juguete se trataba y volver a pegar el cuadrado. De esa manera, nadie notaba que la envoltura había sido alterada.

Aunque no lo parezca, nuestro espionaje era una ventaja para Santa Claus, pues al saber con anticipación qué regalos teníamos bajo el árbol, se ahorraba la compra de un juguete repetido.

Así, cuando llegaba la hora de abrir los regalos la noche del 24 de diciembre, después de haber ido a "misa de gallo" y de haber cenado, cada uno de nosotros ejecutaba su mejor actuación poniendo cara de sorpresa frente a cada uno de los regalos de los parientes presentes.

Lo único que sí era sorpresa, pues no los abríamos con anticipación, era el contenido de las cajas que sabíamos que contenían ropa, pues la verdad es que nos daba igual que se tratara de una pijama o de un sweater.

Las Navidades ahora son muy diferentes. Mi familia ya no es como solía ser: unos se fueron y otros llegaron. Mi árbol ya no tiene miles de regalos, y no tengo que espiarlos para saber qué son, pues yo los envolví. Nadie viene a mi casa con anticipación a traer regalos y, definitivamente mis hijos son mucho menos curiosos de lo que éramos nosotros.

Pero aún cuando todo es diferente, tener en mi mesa la noche del 24 a mis seres queridos, sigue teniendo un encanto muy similar al que tenían aquellas Navidades de mi infancia.


Silvia Ramírez de Aguilar P.


2 comments:

  1. Me encantó, hasta pareciera que me lo estabas platicando!!! Me identifico mucho sobre todo con lo de la canasta navideña, a mi Papá tambien le regalaban y tambien le sacabamos los dulces, no llegaban vivos al 24 de Diciembre, jejeje

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