Tuesday, June 10, 2014

LA RATA ENDEMONIADA



La llamada de mi hija me cayó como cubetada de agua fría; Sofía es única para dar malas noticias.
- Ma, creo que se metió una rata.
- ¿Qué? –fue lo único que acerté a contestar debido al escalofrío que recorrió mi espalda. El miedo y el enojo se acababan de apoderar de mí.
- ¿Otra vez? ¿Otra rata? ¿Porqué no se meten a las casas de los vecinos?
- Es que la muchacha dejó la coladera abierta -dijo Sof, tratando de justificarse, aunque no fuera su culpa.
- Ahorita voy –le dije malhumorada, pues tan solo de imaginar a una rata dentro de la casa me provocó dolor de estómago.
En mis peores pesadillas hay ratas devorando mis libros, destrozándolos con locura, convirtiéndolos en material de construcción para hacer nidos. Hay escenas en mi mente en las que vuelan pedazos de papel, bellas palabras destrozadas, los libros que fueron de mi papá convertidos en mil pedazos.
Sí, era una noticia horrible, así es que llegué a mi casa fuera de mí, con dolor de cabeza por el estrés, con unas ganas inmensas de ahorcar a la muchacha, lástima que fuera delito.
- ¿Qué le pasa a esa mujer? –estaba a punto de preguntar a mi hija, apenas entré.
Pero las palabras se me congelaron en la boca, pues lo primero que vi fue a la rata sentadita en el tapete del comedor mirando hacia la puerta de la cocina, que, por una razón incomprensible para mí, estaba cerrada. La rata quería irse y no podía.
El animal me descubrió y fue a esconderse debajo de un librero, a escasos centímetros de mis libros.
Entonces pude interrogar a mi hija.
¿Qué pasó?
¿Por qué estaba cerrada la puerta del comedor?
¿Dónde estaba la muchacha?
La razón por la que estaba cerrada la puerta del comedor era totalmente válida, pero total y absolutamente desagradable: en la cocina había otra rata. Mi dolor de estómago aumentó.
- ¿Qué? –mi voz salió sumamente aguda, y es que el Apocalipsis había llegado.
En mi casa había una invasión de ratas.
¿Porqué a mí?
¿Cómo podría poner los libros a salvo?
Las escenas de destrucción se agolpaban en mi mente.
Mi plan era sacarlas de la casa esa misma noche, y para hacerlo necesitaba armas. Las únicas de acción inmediata eran las trampas de pegamento, mis favoritas en casos como este y mismas que fui a comprar en ese instante.
Mi primer blanco: la rata que estaba debajo del librero.
Cuando regresé, sin pensarlo dos veces, porque ya lo había pensado como mil en el coche, puse una de las trampas entre el librero y la puerta de la cocina, un espacio de unos cuatro metros. Las demás, Sofía y yo las ubicamos por aquí y por allá y nos dispusimos a esperar. La "espera" fue excesivamente corta, pues antes de cinco minutos, cuando la rata se sintió segura, salió de su escondite. Caminó por los alrededores, olfateó algunas cosas, emitió un extraño sonido gutural y en su camino hacia la cocina, se detuvo frente a la trampa.
Sofía y yo conteníamos la respiración, no queríamos distraerla o asustarla. Por un momento, creímos que pasaría de largo. Pero de repente, la rata dio un pequeño salto y aterrizó justo en medio de la trampa. Nos quedamos boquiabiertas. ¿Qué clase de rata era esa? ¡Qué tonta!
Apenas acababa de caer, se dio cuenta de su error y empezó a moverse con desesperación. Para despegarse intentaba saltar, levantando la trampa con cada salto.
Nos quedamos viendo la danza de la trampa, esperando a que pasara algo más, pero la realidad es que no podía dejarla ahí, a medio comedor, a esperar su muerte, así es que subí la trampa a un recogedor.
Fue una malísima idea, porque mordiendo la orilla del recogedor, la rata estuvo a punto de despegarse de la trampa.
- ¡No! ¡No! -exclamé asustada, como si la rata pudiera comprenderme.
Y apenas saltó un poco, bajé la trampa del recogedor. Mi hijo tuvo una brillante idea, pegar el palo de una escoba a la trampa y así arrastrarla hasta el garage. Resultó una maravillosa forma de llevarla hasta la salida sin peligro de que se soltara. Y apenas a unos 50 centímetros de la puerta, pedí a mis hijos que la abrieran y se apartaran.
- Prepárense -les advertí-. Uno, dos...
Y tomando impulso, con fuerza, aventé la trampa hacia afuera con todo y escoba, al tiempo que decía:
- ¡Treeees!
Me sentí heroica, en mi mente había hecho un tiro audaz, de esos que vale la pena guardar en video para la posteridad. Había salvado a mis hijos de una terrible amenaza. Y además, los libros estaban a salvo, cosa que desde el cielo mi padre agradecería. También esperaba un agradecimiento más terrenal, el de mis hijos, orgullosos de su valiente madre, aunque los latidos de mi corazón casi pudieran verse a través de mi ropa de lo fuertes y rápidos que eran.
- Rápido, rápido, cierren la puerta -les advertí mientras corría hacia adentro.
Pero al verlos, no vi sonrisas, ni orgullo, ni lágrimas de agradecimiento. Lo que vi fue decepción, tristeza.
- ¿Qué? -pregunté extrañada.
- Qué mala onda -dijeron a coro
- Pobre rata, la aventaste contra el coche. Está atorada en la llanta.
En mi felicidad, cegada por mi ego, no había visto el resultado de mi tiro de hockey.
Y lo que son las cosas, la que resultó valiente, y de quien estamos orgullosos, es Sofía, que ama tanto a los animales, que fue a despegar a la asustada y maltrecha rata y la ayudó con pequeños empujones y palabras cariñosas a salir del garage.
En ese momento, la adrenalina provocada por el miedo a tener otra rata dentro de la casa, no me permitió detenerme en sentimentalismos, el show tenía que continuar, esta vez en la cocina.
Afortunadamente no había platos, cubiertos o comida a su alcance, pues todo estaba cerrado. Así es que, confiando en mi intuición, coloqué unas trampas estratégicamente y cerré la puerta que da al patio de servicio, pues no fuera a resultar que su familia decidiera seguirla, aunque estaba segura de que esta rata resultaría tan tonta como la anterior.
Cómo me equivoqué.
Ésta, resultó ser la peor rata de la historia de la humanidad. Las trampas pegajosas no tuvieron ninguna utilidad esa tarde, y tuvimos que irnos a acostar dejando a la rata como dueña y señora de mi cocina.
Para demostrar lo que era capaz de hacer, la primera noche decidió roer la puerta de la cocina, la que da al comedor. Afortunadamente no pudo salirse, pues el hoyo que le hizo no era lo suficientemente grande. Tuve que clavar una madera para evitar que siguiera destruyendo mi puerta.
Cada día movíamos el refrigerador, la lavadora de platos y la estufa, pero estaba tan bien escondida que no la encontrábamos. De día abríamos la puerta para que pudiera irse y de noche la cerrábamos para que no entraran otras ratas.
Se pegaba y despegaba de las trampas pegajosas durante las noches, comía raticida por montones y usaba mi cocina como baño. Hasta se comió el encendedor de la cocina, que creo que era lo único que había quedado a su alcance.
Una mañana encontramos manchas de sangre por todos lados, como pinceladas. No entendíamos qué podía haber pasado, hasta que vimos algo pegado a una de las trampas: era un pedacito de cola.
¡Qué asco!
Yo ya no cocinaba, pues mi estómago se revolvía tan solo de pensar que la rata defecaba, orinaba y hasta dejaba sangre por todas las superficies de mi cocina.
En esa época de obscuridad, los restauranteros del rumbo fueron muy felices y mi bolsillo se vio afectado de manera notoria. Nunca una rata me había salido tan cara.
Un día, desesperada por haber perdido parte de mi casa a manos... o patas de una vil rata, decidí dejar de lloriquear y tomar el asunto en mis manos. Convoqué a una junta familiar, les informé a mis hijos de mi decisión de recuperar la cocina y, dando a cada uno una escoba, porque a mí me daba miedito estar a solas con la rata, entramos armados a la cocina.
Es increíble, pero la cocina no olía como siempre, ni se sentía como siempre. Hacía más de una semana que la rata había tomado posesión de ella y si no se la arrebatábamos ya, quién sabe qué pasaría.
Definitivamente el lugar más indicado para buscarla era la lavadora de platos, así es que decidimos abrirla para verificar. En el momento en el que levantamos la tapa y nos asomamos, pudimos ver a la horrenda, enorme y furiosa rata mirándonos. Del susto soltamos la tapa. Qué bueno que la soltamos, porque se veía dispuesta a lanzarse sobre nosotros.
Y entonces fue cuando comprendí que saber que estaba ahí no mejoraba las cosas en lo más mínimo, pues ¿cómo la íbamos a sacar?
"¡Maldita rata!", pensé. Y, en mi impotencia, vacié dentro de la lavadora un bote de insecticida para que no pudiera respirar.
Estábamos decididos a acabar con ella. Mi hijo decidió crear la “trampa suprema”: puso un trozo de pizza (de la que tuve que comprar para cenar) en el centro de la cocina, una montaña de raticida encima de la pizza y muchas trampas pegajosas alrededor. Era sumamente tentador, pues ahí estaba su dosis habitual de raticida.
A la mañana siguiente nos dimos cuenta de que habíamos dejado abierta la puerta que da al patio de servicio. Lo primero que sentí fue mucho frío y un olor concentrado a insecticida. Al entrar, vi que la maravillosa trampa de mi hijo estaba intacta. Todo era muy raro. Lo más extraño es que la rata, por primera vez en días, no había usado mi cocina como baño.
Nos tomó un par de días comprender que se había ido, y mucho cloro, para animarnos a cocinar ahí.  Aunque, debo aclarar que al decir que la rata se fue, me refiero a que se fue de este mundo, no sé si dejó mi cocina. Temo volver a levantar la cubierta de la lavadora de platos, pues hay muchas posibilidades de encontrar ahí a la rata momificada.
La cocina, con el tiempo, volvió a tomar su olor, a ser la de siempre, donde se hace la sopa para la comida, donde se oyen las risas familiares, donde tomamos las decisiones y donde nos damos el beso de las buenas noches.
Pero de vez en cuando, cuando hay muchos platos por lavar y me siento tentada a usar la lavadora de platos, no puedo evitar pensar que la rata estuvo ahí, y que quizá todavía esté entre los cables y tornillos del motor de la lavadora. Y como no quiero meter mis platos junto con la momia de la rata endemoniada, le pongo detergente a mi esponja y sigo lavando platos, con la esperanza de poder superar algún día esa terrible experiencia.
Aunque, pensándolo bien, pudo ser peor... pero los libros están a salvo, y eso es lo que importa.


SILVIA RAMIREZ DE AGUILAR P.





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