Friday, February 7, 2014

NOCHE DE CUMPLEAÑOS CON LOS USHER




 
A Tere Usher la conocimos en el trabajo mi hermano Luis y yo a mediados de los ochenta. En esa época, los dos trabajábamos en el mismo lugar. Y ahí, justamente, fue donde un buen día apareció Tere con su gran sonrisa y su excesiva ignorancia.

Mi trabajo era totalmente ajeno al de ella, pero mi pobre hermano tuvo que explicarle una y otra vez cómo realizar ciertos trabajos. De ahí, Luis llegó a la conclusión de que Tere era tonta. Y de ahí llegué yo a la conclusión de que Tere no era tonta, sino que se hacía la tonta.

Tonta o no, era simpática y esa fue una de las razones por las cuales aceptamos la invitación que nos hizo a su fiesta de cumpleaños. Otra razón fue que insistió tanto, que no nos pudimos negar. Y existía una tercera razón, y esta era la más poderosa: que nos habíamos quedado muy intrigados respecto al lugar donde vivía Tere, desde una tarde en que la fuimos a recoger a su casa y habíamos visto a un par de individuos sumamente extraños justamente afuera de la casa de Tere. Se trataba de una mujer jorobada de avanzada edad, recargada en un sujeto muy parecido a los aborígenes australianos. En esa ocasión, el sonido del motor del coche llamó la atención del sujeto y, al voltear a mirarnos, pudimos ver que tenía unos colmillos descomunales, que combinaban a la perfección con su cabellera, que aparte de escasa era canosa y, además de china, estaba despeinada. Cuando nos fijamos bien, ya no estuvimos tan seguros de que fuera la mujer la que se recargaba en el sujeto. De hecho, daban la impresión de estar recargados el uno en la otra, como repartiéndose su fealdad.

La noche del cumpleaños, no sabíamos lo que nos depararía el destino. Queríamos ver el ambiente de Tere, no muy seguros de lo que encontraríamos tras las paredes de esa casa.

Al bajarnos del coche de mi amigo Carlos (con quien siempre estaba en aquella época), tuvimos que tocar la reja con una moneda, pues nunca encontramos el timbre. Como el sonido era fuerte, esperábamos que se escuchara adentro. Pero eso no sucedió, así es que supusimos que la música no los dejaba oír y  por eso nadie salía a abrir.

La segunda vez, en vista del éxito anterior, tocamos aún más fuerte. Desde una ventana del piso superior se asomó un niño sumamente obeso. Podíamos ver que su mirada iba dirigida a nosotros, pero por más señas que le hicimos, ni se inmutó, así es que supusimos que no nos veía.

Tocamos una tercera vez, pero el niño parecía tener la mirada perdida, así es que perdimos la esperanza de que él bajara a abrirnos.

Tocamos por cuarta vez. Ahora, vimos que la puerta de entrada se abría, otro niño obeso apareció (seguramente hermano del niño de la ventana). Nos vio, gritó “¡Cállense!” a todo pulmón y volvió a cerrar la puerta.

La verdad es que no nos podíamos ir, pues el coche de mi hermano estaba estacionado afuera y pensamos que tal vez podría necesitarnos en caso de que el colmilludo estuviera por ahí.

Dicen que no hay quinto malo, así es que tocamos por quinta vez. Esta vez no apareció ninguno de los niños gordos, sino una mujer de mediana edad. A primera vista parecía molesta por algo, tal vez por tener que abrir la puerta a unos perfectos desconocidos mientras se perdía la diversión de la fiesta.

No nos disculpamos por interrumpirla, tan sólo dijimos “buenas noches”. Su respuesta fue una imitación de nuestro saludo, pero en seco. Y como no nos dijo que nos fuéramos, y además nos abrió la puerta, supusimos que eso era una invitación a pasar.

Justo en la pared frente a la entrada había unos cuadros que no pude dejar de ver pues eran realmente impresionantes. Unos eran fotografías antiguas y los otros retratos a lápiz. Unos eran niños y otros adultos. Era una colección impresionante de seres sumamente extraños. P.T. Barnum seguramente hubiera pagado millones por incluir a todos estos seres en su Freak Show. Pero lo más impresionante, era el increíble parecido entre estas caras y el individuo de los colmillos.

Desgraciadamente, apareció Tere y no me quedó más remedio que desviar mi mirada de esa extraordinariamente interesante pared de los horrores. Recordé que esperaba ser felicitada y, con la mejor de mis sonrisas, le entregué un regalito.

Mientras ella inspeccionaba el regalo, y al darme cuenta que ya no era posible ver la pared de la entrada, opté por echar un vistazo inicial por el interior de la casa de los Usher después de dar las buenas noches a las personas ahí presentes. De entrada, puedo decir que no había música, sino un constante murmullo ininteligible.

Sentado de frente a donde nos encontrábamos, en lo que supuse era el comedor, se encontraba un anciano con un Parkinson muy avanzado. Estaba siendo alimentado por una mujer, creo que la misma malencarada que nos abrió.

La voz chillona de Tere afirmando que era un regalo precioso me distrajo de mi observación, misma que Tere aprovechó para decirnos que pasáramos. Ahí estaba mi hermano, quien al vernos lanzó un suspiro de alivio nada discreto.

Tere nos condujo hacia unos lugares frente a la mesa del comedor, justo en el extremo opuesto al hombre del Parkinson. Noté que, aunque nuestro “buenas noches” general fue poco contestado, la gente que estaba dentro de la casa no nos quitaba la vista de encima. Me disponía a observarlos uno por uno cuando noté que la mesa estaba cubierta con un plástico transparente y grasoso que estaba encima de un mantel navideño, aunque estábamos casi a finales de febrero. Alejamos las sillas lo más posible de la mesa y mentimos a Tere, afirmando que acabábamos de cenar.

- Pero pastel sí van a comer.

Y sin esperar nuestra respuesta, que hubiera sido negativa, nos sirvió pastel.

Ahora sí, con el pastel intacto enfrente, pudimos ver a los otros invitados.

Debo decir que no era el tipo de fiesta que esperaba. Ya no recuerdo cuántos años cumplía Tere, pero debían ser alrededor de veinte, por eso suponía que sería una fiesta de jóvenes, con escándalo, risas y más alcohol del necesario. Pero la realidad era muy diferente, pues todas las personas que estaban sentadas en la sala, eran adultos mayores de cincuenta años y más parecían estar en un funeral que en la fiesta de una jovencita.

De la cocina salían invitados, se metían por un pasillo que estaba a mis espaldas, en donde aún había un Nacimiento, y por ahí desaparecían tal vez por una puerta que yo no alcanzaba a ver. De ahí salió un sujeto vestido como si estuviera haciendo ejercicio, y dijo:

- La música que llegó para quedarse.

Se sentó, y oímos la música. Tampoco me pareció que fuera la música ideal.

Mi vista iba continuamente hacia el viejo con Parkinson, ya que sospechaba que nuestra presencia había influido para que la malencarada dejara de alimentarlo, y eso me parecía terrible. En algún momento el anciano logró tomar la cuchara, logró ponerle comida y casi llevársela a la boca, mientras yo lo animaba con el pensamiento.

En eso estábamos el viejo y yo, a punto de atinarle a la boca, cuando aparecieron Malencarada y su hermana gemela y quitándole la cuchara, una de ellas dijo:

- Ya es hora de guardar al abuelo.

Me dejaron boquiabierta.

Entre las dos tomaron al abuelo por las axilas y con algo de prisa (por no decir bastante) lo condujeron hacia una puerta cercana a la entrada, que yo hubiera jurado que era un closet. Y, por la mirada que intercambiamos Carlos y yo, pude concluir que él pensaba lo mismo que yo.

Apenas nos recobrábamos de esta impresión, cuando una niña de unos cuatro años salió por el pasillo a mis espaldas con una escoba, cosa que a nadie le importó. Pero su intención no era precisamente barrer, sino usarla como macana para golpear a un bebé. Afortunadamente la madre del niño intervino antes de que fuera demasiado tarde y le quitó el arma.

Había una invitada como de unos treinta años que no hablaba con nadie. Se levantó cuando llegó un hombre, tal vez su esposo. El recién llegado no saludó a nadie. Traía un sobre en las manos que le entregó a la mujer después de susurrarle algunas palabras. Entre los dos lo abrieron y sacaron una especie de plano que analizaron por unos minutos. Se despidieron y se fueron. Tal vez era el mapa de un tesoro.

Llegó una adolescente que dijo ser la prima de Tere. Se fue y al rato volvió a entrar vestida diferente y nos la volvieron a presentar. Luego volvió a llegar vestida como la primera vez. Fue hasta después de varias entradas y salidas que descubrimos que no era una, sino dos iguales. Fue cuando se juntaron que una de ellas metió la mano en una gelatina que estaba sobre la mesa y sacó un pedazo de piña que se le antojó. Mientras, la otra se comía el merengue del pastel con el dedo. Entonces noté que mi aun intacto pedazo de pastel tenía varios dedos marcados en el merengue.

En algún momento, Tere se sintió inclinada a contarnos sobre su vida. Señalando un refrigerador que estaba en el comedor, nos dijo muy orgullosa:

- Tenemos dos refrigeradores. Pero este, ya me dijo mi mamá que cuando me case va a ser mío ¿verdad, mami?

Y al decir esto, volteó a ver a una mujer cercana a los setenta años que iba envuelta en un sudario y a la que no habíamos visto antes. La mujer simplemente asintió y siguió su camino, como deslizándose. Qué frío sentimos de repente.

En ese momento se acercó un hombre y se sentó al lado de Carlos. Me asustó esta aparición tan repentina.

- Buenas noches –nos dijo muy ceremonioso- . Yo soy tío de Tere y como los veo un poco alejados, pues decidí venir a platicar con ustedes. Quiero que se sientan como en su casa. Yo no soy la persona más indicada para decirles esto, porque no es mi casa, es la casa de mi tía. Pero siéntanse como en su casa. Yo soy el tío de Tere y, como es mi sobrina, quiero que sus amigos se sientan como en su casa. Aunque, como ya les dije, esta no es mi casa, pero yo se las ofrezco para que se sientan como en su casa, porque… bla… bla… bla…

Horas después, o al menos a mí me pareció que habían pasado horas, de pronto se quedó callado y agregó:

- Yo debí haber sido político. Pero, ahora sí en confianza…

Y aquí fue cuando empezó a proferir una serie de palabrotas que en mi vida había oído.

El disparatado discurso de este individuo logró que Luis y yo intercambiáramos miradas y Carlos y yo patadas por debajo de la mesa. Todo eso significaba: “ya vámonos”.

Y estábamos a punto de levantarnos para despedirnos, cuando Tere hizo una nueva aparición y, sin venir al caso, nos contó que su papá no había llamado para felicitarla por su cumpleaños. Era obvio que si la dejábamos proseguir con su historia no íbamos a poder evitar que llorara. Y si lloraba, no nos podríamos ir. Así es que sin más, le dijimos que seguramente todo estaría bien y más tarde la llamaría. Y aprovechando su confusión, nos levantamos rápidamente. Pusimos de pretexto que estábamos invitados a otra fiesta, y sin darle tiempo a insistir, salimos los tres de la casa con un “buenas noches” general.

Sólo pude dar un último vistazo a los cuadros. Me hubiera gustado verlos con detenimiento.

Una vez que llegamos a la calle, sentimos un verdadero alivio.

Tal vez le darían al abuelo el resto de su cena.

Luis se fue en su coche, aliviado de haber salido ileso.

Y nosotros, una vez dentro del coche, empezamos a comentar lo que acabábamos de vivir.

Carlos, muy asombrado, me dijo:

- ¿Te fijaste que todas las sillas eran diferentes?

 

 

SILVIA RAMIREZ DE AGUILAR P.

 

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