Por suerte, nadie se opuso a que yo me fuera adelante con el
hermano de Mónica.
Supongo que la posibilidad de que yo vomitara si me sentaba
en otro lugar que no fuera ese, fue suficiente para que mis tres mejores amigas
accedieran gustosas a ir un poco apretujadas en el asiento de atrás.
Todo el camino fuimos cantando, a todo volumen, canciones
que sólo Mónica conocía, pero que hábilmente nos dictaba a gran velocidad frase
por frase, justo antes que el cantante llegara a esa parte. El hermano de
Mónica nos hacía ver las tonterías que repetíamos. A él, que escuchaba música
clásica, seguramente le parecía que su hermana y sus amigas éramos un cuarteto
de locas inconscientes que repetíamos, “como pericos”, palabras sin sentido. Sus
observaciones nos hacían reír, pues era hasta entonces que nos percatábamos del
verdadero sentido de las letras de las populares canciones.
Pero no importaba, pues estábamos muy divertidas.
Y mientras cantábamos, por mi mente pasaban escenas de
nuestra amistad, esa amistad a la que le habíamos dado, las cuatro, el nombre
de “Afinidad”, y que estaba compuesta por: Maru, Lucero, Mónica y yo. En ese
momento, aunque no estábamos peleadas, tenía poderosas razones para preguntarme
por cuánto tiempo seguiríamos siendo amigas.
Vino a mí, nítida y clara, la vez que elegimos el cuento de
Winnie Pooh para hacer una representación frente a toda la escuela.
Nos había parecido una idea fantástica, y lo fantástico de
la idea se había esfumado antes de los primeros tres minutos sobre el
escenario. Soportar los diez minutos faltantes, dándonos fuerza con solo
mirarnos, a pesar de ser conscientes de lo absurdo de nuestra malísima
actuación y de los bostezos exagerados del poco paciente público (nuestros
compañeros de prepa), había fortalecido nuestra amistad de una manera
impresionante.
Suspirando, pensé en las cosas que nunca más volveríamos a
hacer, aun cuando siguiéramos siendo amigas:
Ir a Insurgentes en las tardes, y regalar flores a quienes
veíamos tristes o serios, tan solo porque nos gustaba ver la sonrisa que se les
escapaba.
Ir a las Aguas de la Zona Azul, con el pretexto de comernos
unas jícamas con mucho limón y chile, para ver a quien nos encontrábamos.
Los sábados en la escuela, aunque nos tocaba deportes, pero era
un pretexto más para estar juntas.
La fiesta de cumpleaños que organizó Mónica en un pequeño
parque con columpios y resbaladilla.
Los discos de Supertramp que Maru trajo de Canadá y nos
invitaba a su casa a escucharlos.
El terror de Lucero a perder una clase cada vez que le
proponíamos irnos de pinta.
Las bolsas gigantes de papas a las que les vaciábamos una
botellita completa de salsa Búfalo y nos la acabábamos en el recreo, pues
compartíamos a quien nos pedía.
Nuestra extraña combinación de mordida de dona Bimbo y
mordida de chocolate Abuelita.
La fiesta en casa de Mónica a la que no me dejaron ir.
Las llamadas en las mañanas para preguntarnos la tarea.
Las fiestas.
El coche de Maru al que se le quitaba el volante.
Los cafés.
Las interminables conversaciones por teléfono.
Los amigos.
La graduación.
Las escenas siguieron una tras otra. El viento que entraba
por la ventanilla me estaba molestando, pero se sentía cada vez más calor.
También estaba el recuerdo de esa tarde en la que llegó Mónica
con un montón de tarjetitas amarillas, que fue entregando a nuestros compañeros
de prepa dentro de unos sobrecitos del mismo color. No fui la excepción
Y esa tarjetita amarilla decía, principalmente, algo muy
simple y muy fuerte, que a mi queridísima amiga Mónica sus papas se la llevaban
a vivir a Guadalajara. ¡Para siempre!
Esa tarjetita fue la confirmación de algo que ya sabíamos,
era lo que lo hacía oficial. Mis esperanzas de que Mónica no se fuera, de que
pasara algún evento milagroso que la dejara en México, se desvanecieron cuando
repartió las tarjetitas.
¿Qué haríamos sin Mónica?
¿Quién tendría las ideas divertidas?
¿Quién aparecería en la escuela estrenando un vestido
igualito al que yo estaba estrenando ese mismo día, sin saberlo ninguna de las
dos?
Todo eso quedaba en el pasado, pues ese día en el coche del
hermano de Mónica, nos dirigíamos precisamente a Guadalajara, a llevarla, para
que no se fuera sola.
Fue en el verano de 1980 cuando hicimos ese viaje que
marcaría el antes y el después de Afinidad. Un viaje que disfrutamos muchísimo y
en el que Mónica hizo de guía de turistas. Aprendimos que la Minerva es “famosa
por su historia” y muchas otras cosas que a ningún otro turista le han dicho. Aún
ahora nos puedo ver caminando (sin cantar, pues Mónica no nos dejaba) por las cuidadas
calles del club de golf al que llegó a vivir. Lugar en el que estaba prohibido,
por ella, hacer cualquier ruido que molestara a sus nuevos y desconocidos
vecinos.
Dejar a Mónica en Guadalajara fue como dejar a una parte de
nosotras, casi como dejar a una hija. ¿Estaría bien? ¿Haría nuevos amigos? ¿Nos
extrañaría? Y cuando por fin se animara a cantar a todo volumen, ¿quién la
acompañaría?
El principio fue difícil para todas. Fueron muchas las
cartas que fueron y vinieron entre México y Guadalajara durante los primeros
años, los de la universidad, los de conocer a mucha gente nueva. Esos años en
los que las cuatro tuvimos que hacernos amigas de otras personas ajenas a
Afinidad. Y era de estas nuevas personas de las que hablaban nuestras cartas y
de cosas que nos enterábamos de la gente a la que habíamos conocido juntas. Aun
las conservo todas y a veces las vuelvo a leer. Leerlas me hace mucho bien.
Con el correr de los años, nuestra amistad se transformó. Dejamos
de irnos de pinta, ya no nos preguntamos la tarea por las mañanas, no tenemos
interminables conversaciones por teléfono, ni siquiera chateamos por horas, y
ahora que no tengo que pedir permiso para ir a su fiesta, no hay una fiesta a
la cual ir.
He entendido que los amigos tienen que seguir su vida. Puedo
aceptar que Mónica tiene una vida en Guadalajara, Maru en Canadá y Lucero en
México, y que eso nos impide estar juntas tan seguido como a mí me gustaría.
Pero tal vez un día de estos, en algún lugar del planeta, volvamos a coincidir,
compremos un ramo de flores y las vayamos repartiendo entre los tristes o los
serios, para poder transformar su tristeza o seriedad en sorpresa y que de ahí
se les escape una sonrisa. Y así, vayamos coleccionando sonrisas para después
poder hablar de ellas, como lo hacíamos hace muchísimos años cuando nos íbamos de
pinta.
SILVIA RAMIREZ DE AGUILAR P.
:)
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