LOS MUERTOS
¡Qué miedo los muertos!
Cuando era niña pensaba que los puedes encontrar en
cualquier momento y lugar y tenía mis razones para pensar así.
El primer muerto apareció en una carretera. No sé cuál, pero íbamos toda la familia en el coche.
¿De ida? ¿De regreso?
No lo sé. Yo odiaba y odio las carreteras, pues siempre
me mareo, por eso era muy importante que el coche fuera rápido. No era una
buena señal que el coche redujera la velocidad, pues eso nada más podía
significar que debía pasar más tiempo sentada derechita, no pudiendo invadir el
pedazo de asiento que en ese viaje era el territorio de uno de mis hermanos. Y
si encima me había tocado en medio, ni siquiera me podía dar el lujo de abrir
la ventana y respirar aire fresco.
Retomando, el coche iba rápido y de pronto empezó a ir
despacio.
¿Ya vamos a llegar? Era la pregunta lógica.
La respuesta de papá o de mamá no tenía nada que ver con
llegar, pues nos informaron que seguramente había ocurrido un accidente. Me
recargué en el respaldo, resignada, sabiendo que eso retrasaría la llegada a
nuestro destino (cualquiera que este fuera).
Avanzamos poco a poco y resultó que no era un choque, sino
que había un “atropellado”. Yo nunca había visto uno y simplemente me imaginé a
un hombre medio sucio, sentado a la orilla de la carretera y sobando su rodilla,
codo o cabeza o algo así. Busqué ávidamente hasta donde mis ojos alcanzaban a
ver. La realidad fue muy diferente: el hombre no estaba sentado, sino acostado
y cubierto con una tela y por allá, a un lado, vi un pedazo de hueso, como una
articulación. Mis hermanos y yo nos quedamos impactados. Hasta el mareo se me
olvidó. En nuestra mente habíamos “visto un muerto”.
Mi hermano Luis, un año y medio menor que yo, después de
pensarlo un rato, dijo muy decidido y prediciendo el futuro.
—Yo me voy a casar con una señora que sepa manejar para que
no me diga si hay un muerto —tal cual, con esas mismas palabras.
Y es que Luis normalmente se dormía en el coche (fuéramos a
donde fuéramos). Así es que, en su mente, él estaría dormido y la señora que
sabía manejar, estaría haciendo aquello para lo que había sido requerida:
manejar en la carretera.
Ese muerto nunca se nos olvidó.
También estuvieron los pájaros.
Nuestra tía abuela tenía un rancho. No recuerdo mucho de la
construcción, excepto que era antigua y que tenía una capilla, que era mejor
parte del rancho, pues nos parecía sumamente tenebrosa. Era un lugar al que nos
encantaba ir, pues a mis hermanos y a mí siempre nos gustó tener miedo. Esa
capilla era el lugar perfecto para hacer una de esas películas de momias de
bajo presupuesto, como las que salían en la tele en las tardes.
Fue ahí justamente donde apareció un día un pájaro muerto.
Al principio creímos que estaba herido, pero al darle la
vuelta y ver todas las larvas que salían de sus entrañas, Luis, Jorge y yo
dimos un salto para atrás.
¡Qué asco!
Pero… ¡qué interesante! ¿Cómo habían llegado ahí las larvas?
Y cerca de nuestra casa apareció otro pájaro.
¿Qué estaba pasando en el mundo, que se morían los pájaros?
Esta vez era un pájaro más fresco, recién había muerto, pues
no tenía larvas. Así es que, creyendo salvarlo de las larvas, lo metimos en una
caja de zapatos. Y ya dentro de la caja, lo lógico era organizarle un entierro.
Lo enterramos por todo lo alto en un terreno baldío frente a
nuestra casa, y hasta música tuvo el fallecido para su despedida. La música fue
desafinada, salida de instrumentos musicales de juguete y con una asistencia
concurrida: nosotros tres y algunos vecinos que nos hicieron el honor de
acompañarnos a despedir al pájaro desconocido.
¡Fue muy emotivo!
Un día fuimos de fin de semana a un pueblo. Junto a nuestro
hotel estaba la estación de policía, lo cual era muy raro. Yo nunca había
dormido en un lugar tan cercano a unos presos. Nos dividía una pared y eso lo
hacía un poco emocionante, hasta que, una mañana…
Al salir del hotel, estacionada justo enfrente de la puerta,
había una polvosa pickup. Dentro de la caja de la camioneta y tapado a medias,
apareció otro muerto humano. Mi primer pensamiento fue que se trataba de un
borracho dormido que no se había tomado la molestia de taparse los pies, pero
sí la cabeza. ¡Qué raro! Alguien me sacó de mi absurdo pensamiento.
¡Estaba muerto!
Todavía recuerdo las botas vaqueras del occiso.
Ojalá esos muertos desconocidos hubieran sido todos con los
que me topara en mi vida y que pudiera seguir diciendo que qué horror los
muertos.
Pero qué triste que los muertos no se limiten a unos pájaros
y a un par de desconocidos en una carretera o en un pueblo.
En tu vida, de pronto, los muertos tienen nombre y son tus
parientes.
He aprendido que lo mejor es dejarlos ir. Que no te ayuda
pensar lo horrible que es que se hayan ido, sino lo maravilloso que fue cuando
estuvieron. Porque si no lo piensas así, los muertos te dan más horror. Ya no
se trata solamente de algo biológico que se descompone, lo que se te descompone
es el corazón.
A los muertos de mi vida me costó dejarlos ir, pero ahora
conviven alegremente en mi mente, pues prefiero recordar los momentos felices que
tuvimos y volver a reír.
Porque, pienso yo, ¿qué caso tiene recordar el peor día de
sus vidas?
SILVIA RAMÍREZ DE AGUILAR P.